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Así se preparan los catadores
- Enero 15, 2019
En España, donde no hay formación homologada para ser catador, la mayoría de los profesionales realiza cursos de sumillería y análisis sensorial
Aquí es más cierto que en ninguna otra parte aquello de que el que prueba repite. Porque para ser catador hay que entrenar. Y mucho. Probar y probar hasta saber distinguir todos los matices que indican si el jamón es etiqueta negra o sólo azul oscuro casi casi. ¿Un gustazo? Relativo. A estos niveles, la degustación adquiere un rigor técnico que no sólo no alcanzan todos los paladares y olfatos sino que además la aleja mucho del disfrute.
Su labor es crucial por ejemplo en el lanzamiento de productos al mercado o en la certificación de los alimentos que gozan de denominación de origen o sello de calidad. Pero también les podemos encontrar al frente de los departamentos de compras de las cadenas de supermercados o en tiendas gourmet, entre los metres de los restaurantes de alta gama, en publicaciones especializadas en gastronomía, en el desarrollo de aromas para la industria alimentaria, en la visita a una bodega o, por supuesto, en los jurados gastronómicos.
La cata profesional tiene una gran variedad de salidas laborales, aunque más como complemento de una formación anterior (desde ingeniería agronómica o biología a enología pasando por farmacia o tecnología de los alimentos o hasta turismo) que por sí misma y quienes se especializan en ella lo hacen generalmente para completar su perfil profesional y no para dedicarse en exclusiva a la propia cata. De ahí que tampoco se pueda hablar una retribución media por sus servicios, aunque participar en una sesión organizada por una empresa de la industria alimentaria para contrastar la opinión de un profesional con las pruebas hechas con consumidores en el lanzamiento de un nuevo producto, por ejemplo, puede oscilar entre los 300 y los 500 euros.
Sin formación reglada
«Lo más frecuente es que seamos profesionales del mundo del vino o la hostelería, pero la verdad es que la formación de origen no es determinante. Lo que cuenta es la práctica», señala Juan Lorenzo Ibáñez, coordinador de actividades de la Unión Española de Catadores, quien explica que, actualmente, en la cata no sólo no hay una formación de origen, sino que tampoco la hay ‘de final’. Pese a presumir de cultura gastronómica, en España no hay una formación reglada o título oficial que certifique expresamente que alguien esté preparado para dictaminar la calidad de un producto ni tampoco que acredite que ha acumulado la experiencia necesaria para ser considerado un catador experto. Sin embargo, basta con echar un vistazo en Internet para ver que no faltan cursos. Desde los de iniciación a la cata o los dedicados a especializados en determinados productos que imparten algunas asociaciones profesionales a los que pueda ofrecer un viñedo para completar su oferta turística. ¿Cómo distinguir entonces quién ofrece formación con label?
«Lo primero que hay que saber es si uno quiere hacer un curso para disfrutar o lucirse ante unos amigos en una excursión a una bodega o si, en cambio, quiere ser un profesional. Si es este el caso, yo partiría de una base como enología o sumillería, por ejemplo si hablamos de ser catador de vino. Después, ya en la formación específica de cata, no bajaría nunca de las 400 horas más prácticas de análisis sensorial. Pueden ser menos si la formación anterior lo permite, si se puede convalidar, pero tomaría esa referencia», explica Juan Muñoz Ramos, catador profesional que desde los ochenta ha ido especializándose en productos que van desde el agua al whisky pasando por la cerveza, el jamón o el caviar.
Tiempo y dinero
«Además de la formación, para ser catador hay que investigar mucho, y esa investigación ya la tiene que realizar cada quien por su cuenta. Una cosa es saberlo todo sobre moléculas, cómo se forman los acetatos o qué función tienen los taninos, pero después hay que llevar esos conocimientos a una muestra de vino, aceite o trufa. Hay que meterse en cada producto, incluso estudiar análisis sensorial específicamente aplicado él. Puedes ser catador de más de un producto, pero cada uno de ellos tiene un perfil. Cada uno tiene sus matices y tú tienes que ir especializándote en cada uno de ellos. Es decir, tienes que probar, probar y probar, lo que en la mayoría de las ocasiones significa viajar, viajar y viajar. Especializarse requiere tiempo y dinero», subraya Muñoz Ramos, que además trabaja en el Club Gourmet de El Corte Inglés, lo que reconoce que le facilita mucho el acceso a muchos productos llegados de cualquier parte del mundo.
Él, «como casi todos los que empezamos en esto hace ya tanto», llegó al oficio desde la sumillería, una profesión que por entonces tampoco contaba con una formación académica reglada en España. Cuarenta años después, con una diplomatura reconocida por el Ministerio de Trabajo pero no por el de Educación, la sumillería sigue siendo el inicio más común entre los catadores profesionales. De hecho, en el sector no descartan que si la formación en cata no es reglada por sí misma al menos lo sea a través de la sumillería. «Yo tengo la esperanza de que, de una manera o de otra, se regule pronto. Creo que como profesionales ya tenemos una trayectoria que se puede avalar y que realizamos una contribución muy importante en sectores como el alimentario e incluso en el turístico en que España tiene un prestigio y que hay que cuidar de intrusos», explica Carmen Garrobo, sumiller y directora de la Escuela Española de Cata, uno de los centros que ofrece un título propio en la materia.
El curso para lograrlo consta de 500 horas -cuesta 2.150 euros- en las que, entre los dedicados a la viticultura, la enología y la gestión de bodegas, hay módulos centrados en la metodología de la cata y en la aplicación de ésta no sólo al vino sino también al aceite, el queso, el jamón, el agua, la cerveza y los destilados. «Naturalmente en un curso no se aprende a catar todo, pero sí los principios del análisis sensorial. Después hay que especializarse en cada producto con cursos específicos», matiza. «Una vez que tienes entrenada esa sensibilidad es posible pasar de un producto a otro, porque además cuando se realiza una evaluación es la ficha de cata la que te que marca lo que tienes que buscar, en qué características o parámetros te tienes que centrar», coincide Juan Lorenzo Ibáñez, desde la Unión Española de Catadores, donde también organizan actividades formativas.
Laboratorio de análisis sensorial
Esas fichas de cata se confeccionan en laboratorios de análisis sensorial como el que la Universidad del País Vasco tiene en Vitoria, en la Facultad de Farmacia. En él se realizan, por ejemplo, parte de las evaluaciones a partir de las que los consejos reguladores certifican las denominaciones de origen del txakoli, el vino tinto joven de Rioja alavesa y el queso Idiazabal. «Las posibilidades del análisis sensorial son infinitas. Hay que tener en cuenta que en la industria alimentaria no se deja nada al azar. Se diseñan sabores, olores, texturas… Y aunque hay avances técnicos, como las narices electrónicas, nada es capaz de reemplazar la percepción sensorial de la personas, sobre todo si éstas dominan las técnicas que permiten percibir, identificar y medir las características de un producto a través de los sentidos», subraya Patxi Pérez Elortondo, profesor de gestión de calidad y seguridad alimentaria en el grado de Ciencia y Tecnología de los Alimentos y director del laboratorio.
Y de esas percepciones hay que hay extraer una conclusión precisa y rigurosa. Científica. Por eso, Pérez Elortondo prefiere definirse como evaluador más que como catador. «Cuando hablamos de catadores tendemos a pensar en quienes hacen recomendaciones. Creo que es algo que vemos ligado al mundo del márketing, mientras que lo que nosotros hacemos tiene otra complejidad y otra fiabilidad», subraya. «Es cierto. Hay mucho intrusismo y mucha locura. A veces oyes cada película… La industria tiene que innovar y llamar la atención sobre sus productos. Algo tienen que contarte si quieren cobrarte 60 euros por una botella de agua -coincide Juan Muñoz Ramos-. A veces en ese empeño se pierde un poco el norte, cuando la cata en realidad es algo muy riguroso y hasta encorsetado».
Por ejemplo, para que un producto obtenga la denominación de origen ha de cumplir con una serie de requisitos establecidos por el consejo regulador correspondiente. Es decir, hay un reglamento técnico que determina qué materia prima hay que emplear y qué procesos hay que seguir en la elaboración, pero que también define qué características sensoriales ha de transmitir el producto. En el caso del queso Idiazabal, en cuyo análisis está especializado Pérez Elortondo, se miden ocho factores (forma, corteza, color de la pasta, ojos, olor, textura, sabor-aroma y persistencia) que se puntúan en una escala que va del 1 al 7. En el laboratorio de la UPV esa medición se hace a través de metodologías propias reconocidas por la Entidad Nacional de Acreditación (ENAC) y las realizan personas específicamente entrenadas y escogidas para cuantificar tanto la imagen global como en un memento dado sólo una característica concreta.
El catador catado
A su vez, esas personas que conforman el panel de expertos son examinadas constantemente para comprobar si están en forma. El catador catado. «Cada uno de nosotros tiene un umbral de percepción diferente. Pero además de las limitaciones genéticas de cada uno (no todos olemos todo), hay circunstancias o momentos que influyen en nuestra percepción. De modo que ni un catador formado esta siempre en condiciones. Por eso la imagen completa la tiene que dar un grupo de expertos y no una única persona», explica Pérez Elortondo, quien también es presidente de la Asociación Española de Profesionales del Análisis Sensorial (AEPAS), constituida en la capital alavesa en 2010) para divulgar las potencialidades de esta disciplina. «A veces hay que descartar la nota dada por un experto porque se desvía de la media que ha ido marcando el resto de evaluadores. Todos tenemos un mal día», coincide Luis Marco, director técnico del Consejo Regulador del Cava.
En este caso, el Consejo escoge directamente a los integrantes de su panel de expertos, «que generalmente trabajan al frente de bodegas (enólogos o directores técnicos), con lo que queda avalado que tienen formación y criterio. Además, su trabajo queda acreditado en los vinos que ellos mismos producen. Si son vinos que están siempre bien puntuados y no presentan defectos es que los elaboran profesionales con criterio», explica Marco. Es decir, no recurren a catadores ‘de oficio’. De hecho, «vamos turnando a los cerca de cuarenta con los que contamos porque cuando vienen lo hacen abandonando su puesto de empleo».
Las catas se hacen siempre con muestras anónimas, en cabinas aisladas y en condiciones de temperatura y humedad tan controladas como cualquiera de los elementos que intervienen en la prueba. Tampoco aquí se deja nada al azar. «Para el cava, por ejemplo, no vale cualquier tipo de copa y desde luego éstas nunca han de lavarse con abrillantador, porque esa película que crean en el cristal para que las gotas no machen hace que el desprendimiento de carbónicos de las burbujas (uno de los factores que se estudian) sea muy tenue. Para lavarlas, sólo hay que usar agua descalcificada muy caliente», ejemplifica Marco.
En cada sesión los expertos han de limitarse a probar entre ocho y doce de muestras de forma pausada, con pequeños descansos para limpiar el paladar con manzanas con cierto punto acidez si la cata es de queso o con agua y galletitas sin sal si es de vino o txakoli. «Las catas requieren mucha concentración. Lejos de lo que popularmente se cree, una cata no es un disfrute. A veces, de hecho, cuando el objetivo es el control de calidad del producto, se incluye la identificación de fallos para ayudar al productor a mejorar sus procesos», dice Pérez Elortondo.
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